En esta semana pasada de insufrible clásico, de piques
innecesarios, de egos monstruosos, de forofismos
casi violentos y de polémicas infinitas, veo en el fútbol un magnífico deporte
desacertadamente planteado. Educativamente hablando, es difícil encontrar un fair play que debería ser obligatorio en
todos los deportes. Simulaciones, protestas, insultos al rival… son cosas
demasiado habituales en este deporte. Esto llevó incluso, en los pasados JJOO
de Londres, a varios deportistas, a pedir la exclusión del balompié de la
familia olímpica. Los deseos de padres y abuelos de tener en casa un Cristiano o un Messi que les asegure la jubilación provoca, sin quererlo, un
ambiente totalmente nocivo para el desarrollo correcto de los valores
deportivos. La competición y la competitividad son buenas pero, como todo, en
exceso son claramente perjudiciales, y al fútbol, de esto, le sobra. El rugby,
por su parte, es totalmente diferente. Para empezar las individualidades no
existen. No importa lo bueno que seas, sino cómo trabajas para el equipo. Esto
hace que, para empezar, el sentimiento de compañerismo sea una de las cosas más
importantes. El respeto, hacia el rival, el árbitro y los aficionados también
difiere del fútbol. Lo ocurrido en el campo se queda en el campo. No hay
enfados, no hay riñas, solo agradecimiento mutuo y sana rivalidad que termina
con el pitido del colegiado al que se llama respetuosamente de usted. Al
terminar, todos juntos comparten mesa para estrechar lazos en un ambiente de
fiesta. En teoría no debería haber grandes diferencias puesto que uno deriva
del otro pero la realidad en bien distinta: mientras uno es un juego rudo y
tosco que rebosa buenas actitudes, el otro parece un baile lleno de miradas
desconfiadas. Los jugadores de rugby, entre los que me incluyo, siempre
utilizamos la misma frase: el fútbol es un deporte de caballeros practicado por
villanos mientras que el rugby lo es de villanos pero es practicado por
caballeros.
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